El frente interno

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Alekséi Kochetkov llega a Berlín en marzo de 1941 para trabajar en una fábrica de transformadores de la compañía AEG. Al principio le asignan un trabajo físico muy duro en el taller de galvanizado, pero más tarde, teniendo en cuenta sus conocimientos de lengua alemana, lo transfieren al taller DS-1 para encargarse del reparto de agregados y detalles. Este puesto le permite visitar varios talleres de la fábrica sin despertar sospechas. Conoce así a muchos de los trabajadores, un tercio de los cuales son extranjeros. Poco a poco establece relaciones de confianza con Yosyp Hnát, de Trebnitz, el italiano Mario y el francés Joseph, así como con el gerente del almacén del taller DS-3, Friedrich Murawske. Al poco tiempo de llegar a Berlín, Alekséi rellena en el Consulado Soviético la documentación para ser repatriado. Aunque no lleva su pasaporte letón, adjunta a la solicitud su carnet militar de brigadista internacional. Los trabajadores del consulado le prometen ayuda, pero pronto Alemania atacará la Unión Soviética y los diplomáticos soviéticos serán evacuados. Por mediación de Friedrich, Alekséi se suma a las actividades de la organización clandestina Die Innere Front, que reparte octavillas y un periódico ilegal con el mismo nombre. En dicha organización el enlace para Alekséi es Otto Grabowski. Otto le nombra encargado de las labores con extranjeros. Cumpliendo esta misión, Alekséi establece contacto con campos de trabajadores del este, ayuda a crear allí comités y grupos de sabotaje, escribe una proclama que el hermano de Otto, Max, reproduce en una máquina multicopista. La repartirán después por los campos. Más tarde su contacto de enlace, en lugar de Otto, será Herbert Grasse. Alekséi escribe la proclama «¡Habrá un segundo frente!» en un papel de cera que le proporciona Herbert, pero no llegan a reproducirla debido a la detención de este último. Aprovechando los diez días anuales de vacaciones a los que tenía derecho, en agosto de 1943 Kochetkov viaja a París evitando así ser detenido.

El frente interno

Cuarta parte de la novela autobiográfica Vuelvo a ti

Traducción del ruso de Arnau Barios Gené

Redacción: Rosana Murias Carracedo

Notas al pie de Vladímir Kochetkov

© 2020 T&V Media

En la capital del Tercer Reich

En esta apaciguada masa de parisinos, belgas y holandeses me siento como hace poco en Les Tourelles[1]: perdido y solo.

Camino con recelo por pasillos grises y monótonos. En las ventanas hay rejas como en prisión. Qué sitio tan raro.

Lúgubres sordomudos maniobran junto a unos enormes hornos de desinfección que funcionan con gas.

No hay con quién hablar ni a quién preguntar a dónde nos han traído y si será por mucho tiempo.

Llevamos chaquetas y pantalones a rayas, de hospital o de prisión (no se sabe). Todas nuestras cosas pasan por un tratamiento sanitario.

Mi chaqueta española de piel de cabra, la que me disponía a regalar a Władek, sucumbe en el despiadado horno de gas. Si no contamos el carnet militar de brigadista, envuelto junto con el resto de documentos de paso en un periódico que llevo en un bolsillo de la chaqueta a rayas, esa chaqueta de piel de cabra era la última prueba de mi paso por España.

Pero precisamente ahora tal prueba es innecesaria. Así son las nuevas circunstancias.

Tengo miedo de todo. Provocaciones, espionaje. A fin de cuentas, ya no estoy en algún lugar de Gurs o Vernet, entre los míos, sino solo, de momento solo, en la capital del Tercer Reich. Y la prudencia es el primer mandamiento de un antifascista en las actuales condiciones. Algo recuerdo de las lecciones e instrucciones de allí en Vernet.

Nunca he estado en la España republicana. Nunca y en ninguna parte he participado en organizaciones políticas. Eso debo grabármelo en la cabeza. Pero lleva su tiempo acostumbrarse.

Soy Kocetkov, no Kochetkov. Un marinero letón y ya está. No llegué a tiempo a mi barco por una borrachera. Llevaba poco tiempo en París. ¿Y los documentos…? Me los mangó una tipa. Todo junto, documentos y dinero. Son codiciosas esas fulanas del puerto. Y ahora intento volver a casa, a Letonia. ¿Por qué no por mar? ¡Pero si ahora hay guerra!

Eso es lo que le suelto a mi nuevo amigo Antón, casi paisano mío, mecánico de precisión, un ucraniano de Tallin, viejo, canoso como un aguilucho. Por prevención y para comprobar qué tal suena: ¿verosímil?

Pero Antón tiene sus preocupaciones y mi biografía no le interesa.

También ha tenido sus malentendidos en Francia. Si no fue con las fulanas de puerto, con la policía francesa, seguro. De ahí que le expulsaran de Francia y le recluyeran en Les Tourelles. Así, por lo menos, es como lo explica.

Al final, el tratamiento sanitario y la desinfección se acaban y nosotros volvemos a endilgarnos los trajes arrugados.

Aparecen los representantes de las industrias y fábricas berlinesas. Nos distribuyen en partidas grandes y pequeñas: al viejo Antón, un Feinmechaniker[2] que habla bien en alemán, lo escogen de buena gana; a mí, un marinero sin una profesión de tierra que sea necesaria, no tanto. Pero, en general, a todos. La demanda de fuerza de trabajo barata es enorme. Millones de hombres están en el ejército, la automatización existe solo como concepto y los pedidos militares aumentan.

Nos sacan del centro de desinfección, perdido dentro de una larga manzana de viviendas grises y monótonas.

Nos hacen subir al tranvía y, explicándonos educadamente dónde nos encontramos, nos llevan a través de la ciudad.

Pasamos junto a unas cuantas colas de amas de casa delante de tiendas de comida. Junto a estrictos y ceremoniosos oficiales de la Wehrmacht y soldados que se estiran y se llevan con firmeza la mano a la visera. Junto a policías, los Schupos[3] con cascos negros, chatos, recortados por arriba. Y junto a ciclistas que van al encuentro los unos de los otros, retorciéndose para hacer el saludo nazi a la romana, a riesgo de salir volando de la bici.

Pasamos al lado de escuelas con chiquillos que juguetean vestidos con uniformes de la Hitlerjugend[4], con pequeños puñales en el cinturón. A lo largo de la columna de todoterrenos con soldados rubios y sonrosados que miran despreocupados a los que pasan. Al lado de cervecerías y tiendas, iglesias con agujas góticas y monumentos de la antigüedad.

Por la gran capital tranquila y segura de sí misma que es Berlín.

Un trabajador de la fábrica AEG-TRO

Un Polizei corpulento, después de soltar un estentóreo «Heil Hitler!», nos conduce por los estrechos pasillos entre los catres. En la manga del uniforme verde lleva un brazalete con una inscripción: «Policía de la fábrica» y el nombre de la empresa para la que trabaja, «AEG».

Los dos pisos de catres se disponen apiñados en las habitaciones de una mansión reconvertida en campamento de trabajadores.

Me instalo en el segundo piso. Enseguida me dejo caer allí mismo, el cansancio me pasa factura…

Unos sombríos monstruos peludos me agarran de brazos y piernas, me llevan con facilidad y, gritando «olé», me tiran dentro del horno de gas. Estoy tan flaco que no noto mi peso. Tengo miedo y un calor extraordinario, pero no me quemo… y por algún motivo oigo el pisoteo de unos pies, me sobresalto y me despierto. Los gendarmes, seguramente. Ahora entrarán a saco. Me arrastrarán al trabajo…

No, son los habitantes de la mansión que vuelven del trabajo. Los jóvenes se desnudan sobre la marcha, cogen la toalla, sacan sus enseres de afeitar, van rápido a buscar agua caliente, se meten en los estrechos aseos, se dan lustre y desaparecen. Los más viejos se ocupan de preparar la comida.

Rodean a los novatos:

—¿De dónde eres? ¿De París?

—No del todo.

—¿Qué tal todo en casa?

—Y aquí, ¿qué tal?

—Oh, a mí me queda solo un mes para terminar el contrato…

—...Mario —se me presenta un italiano tímido, delgado—. ¿De qué distrito eres?

—Del cinco.

—Yo del quince.

Me vuelvo a despertar muy avanzada la media noche. Gott verdammt[5], despotrica un juerguista que ha llegado tarde tropezando a oscuras con los catres. Esto provoca que los catres de arriba se tambaleen y, chocando unos con otros, retumben sordamente. «Qué escándalo» (nom de Dieu[6]), refunfuñan los molestados.

Hay que dormir. Mañana es diecinueve de marzo del año cuarenta y uno, mi primer día de trabajo en la fábrica de transformadores de la empresa electrotécnica AEG.

* * *

Abril del cuarenta y uno. Voy caminando a casa por la tranquila Ostmarkstraße[7]. Edificios de tres pisos, a veces cuatro. Todos tienen colgada la bandera estatal, de un rojo claro, con el círculo blanco y la telaraña de la esvástica. Detrás de las casas hay jardines y huertos. Pululan por ahí los trabajadores ferroviarios: sus cooperativas han construido la calle entera. Aquí todo está tranquilo y limpio. Geranios, cortinas en las ventanas.

Una vida mesurada y sólida.

¿Y las banderas? Cuelgan en ocasión del cumpleaños del Führer.

Nos hemos mudado no hace mucho a este barrio. Debemos agradecérselo a un joven cerrajero, un austríaco que siempre está de guasa. Nos dio una buena dirección.

La casera es buena y hospitalaria. El cuarto está limpio. Le damos a la casera todos los cupones que nos sobran de las cartillas de racionamiento después de usarlos en la cantina de la fábrica. La pensión resulta cara. Pagamos mucho más por todo esto que en la residencia para trabajadores, que parece una prisión.

Pero no hay por qué ahorrar.

Solo tenemos que descansar antes de irnos a casa, a la patria.

Y que pronto voy a estar en casa es algo ya seguro.

Enseguida, en mi primer día libre, encontré la Embajada Soviética de Unter den Linden[8]. Es verdad que allí había cola delante de la ventanilla pero, después de comprobar que no me seguía nadie, esperé tranquilamente. Al llegar a la ventanilla me puse a explicarles que yo, si bien no tenía conmigo el pasaporte, era ciudadano letón y ahora, por tanto, soviético. Que ya había luchado y esperado lo suficiente y que, en resumidas cuentas, quería volver a casa. Lo que interesaba principalmente al camarada de la ventanilla era dónde y en qué circunstancias me había dejado el pasaporte.

Bajo la mirada severa del camarada de la ventanilla empecé a justificarme: «Iba a luchar a España, ¿para qué necesitaba entonces el pasaporte?». El camarada asentía compasivamente con la cabeza, me decía que «sí» a todo y, al final, me dio la dirección a la que debía presentarme.

En el Consulado Soviético[9], claro está, fue preciso repetirlo todo desde el principio. Aquí mi carnet militar de brigadista internacional, salvado de milagro, causó también buena impresión. Me dieron formularios para rellenar y hojas en blanco para la biografía. «Sin alejarme de la ventanilla», allí, en el mismo consulado, lo escribí y rellené todo de una sentada. ¡Por cuarta vez! Y añadí a mi solicitud el carnet militar de brigadista. Al cabo de unos días llevé también unas fotografías.

Sí, realmente todo era estupendo. Me dijeron que irían rápido, me pidieron que volviera a preguntar…

El pacto de no agresión[10] funciona. La guerra arde en algún lugar lejano. Berlín y Riga están a un tiro de piedra. Y voy a ahorrar para el billete. Pronto, pronto veré a mis seres queridos, a mi hermano Kolia, a las hermanitas Zina y Liusia[11], a mis amigos de la escuela.

Mantengo en silencio esta cercana felicidad de encontrarme con la patria. No se lo digo a nadie, ni siquiera a Antón. Ya se lo diré cuando llegue la respuesta.

Y, de momento, disfrutemos del pequeño mundo cómodo de nuestro piso, tranquilo, pacífico, después de una larga jornada laboral en los talleres de la fábrica, estruendosos e impregnados de olor a aceite.

Klein, aber mein (pequeño pero mío)

Un cuarto nuestro, separado. Dos camas. Colchón de muelles: nada que ver con aquel saco espachurrado del campo, relleno de borro. Todo está limpio y tranquilo.

Y nos zambullimos con fruición en este pequeño mundo cómodo.

Nos gusta lavarnos en una bañerita minúscula y limpia y nos secamos con unas toallas blancas como la nieve que llevan sentencias bordadas en antiguas letras de caracteres góticos: «Klein, aber mein» (pequeño pero mío), «Eigner Herd ist Goldes wert» (el hogar vale más que el oro)… Unas maravillosas toallas suaves. Cuando por primera vez estipulábamos el trato, prometimos solemnemente a la casera que no las echaríamos a perder con las hojas de las cuchillas.

Después de una modesta cena, a menudo pasamos el rato los tres juntos en la habitación de al lado, la de la dueña, acomodados en unos sillones confortables y mullidos. La dueña teje mientras Antón y yo, siempre dispuestos a dar respuestas educadas, aunque no siempre verídicas, a sus indagaciones, leemos un poco (Antón tiene Clochemerle[12]) o escuchamos la radio.

Yo, soportando con paciencia marchas impetuosas y bravuconas canciones soldadescas, miro de reojo las cadenas de otras ciudades, marcadas en el dial del aparato de radio. Pero me permito usar el dial con esa intención tan solo en casos excepcionales: cuando me quedo solo y sé cuándo van a volver la casera y Antón, y solo poniendo el aparato lo más bajo posible.

Y no en el círculo de cartón, recortado con esmero, con una flecha que apunta a Londres y con el correspondiente texto, lacónico y austero, que avisa a los radioyentes de alta traición y espionaje y de las tristes consecuencias de escuchar una emisora extranjera. No, no en ese circulillo de la flecha, simplemente porque allí, en las lecciones de Vernet, ya aprendí que la vigilancia empieza justo aquí, en el ámbito familiar, y que no debía hacerme notar bajo ningún concepto.

Pero pronto me enteraría de algo nuevo para mí. Una vez, sintonizando Riga (la señal de Moscú no llegaba al aparato) escuché con el corazón en un puño un reportaje sobre cómo habían recibido allí, en la estación de tren, a los héroes de la Guerra Civil Española por la libertad. Y se me aparecieron los rostros de mis amigos de Saint-Cyprien, Gurs y Vernet: del meditabundo Timoféyev, del rubio Broziņš (que, al irse de Vernet, me dejó su abrigosa manta de España mientras él se pasaría varios meses helándose en el campo de des Milles, cerca de Marseille, esperando la repatriación), y del arrebatado Žanis Folmanis, y del soñador Lipkin. Y fui infinitamente feliz de que por lo menos para ellos este suplicio hubiera terminado y lo consideré un buen presagio.

Ahora seguro que también yo acabaría llegando a la patria.

El Führer piensa por nosotros

Es buena y hospitalaria, nuestra casera. Su actitud ecuánime y benevolente con nosotros se mantuvo, aunque es cierto que solo por un tiempo, incluso después de que hubiesen comenzado los terribles acontecimientos en el Este, que irrumpirían en ese pequeño mundo humilde y cómodo. Irrumpirían y lo devastarían todo.

El pequeño mundo en el que vive la satisface por completo. Un mundo que le ha creado su marido, un hombre mayor, tirando a gordo y de pocas palabras, siempre embuchado en su uniforme de trabajador ferroviario. Está siempre de viaje y lo vemos poco.

Ella es trabajadora, ahorrativa, prudente. Eso de montar una pequeña pensión y atender huéspedes había sido cosa suya.

Todo su mundo se limita a las fronteras de Alemania. Es el país más acogedor, agradable y decente. Y el lugar central de esa Alemania lo ocupa el Führer. Él domina firmemente su imaginación. Él le recuerda su presencia a diario, no solo por su cumpleaños. Le hace guiños con sus ojos saltones como los de un toro, la mira con insistencia desde las anchas tiras del Völkischer Beobachter[13], desde las lujosas páginas de las revistas ilustradas.

Ya de por sí idolatrado, le hacen fotos con estanterías con libros de fondo, y esto despierta en la casera nuevas asociaciones:

—Piensa en nosotros, ¿verdad?

—Claro que sí, Frau.

Aquí abraza a un niño y una niña que llevan un fino corte de pelo y que le entregan un enorme ramo de flores.

—Le encantan los niños.

Prodigaba sonrisas, repartía apretones de mano, se decía Heil a sí mismo flexionando delicadamente el brazo en el saludo romano corto, peroraba a gritos sobre la grandeza de Alemania.

Y, liberada de la obligación de pensar en el futuro de su país (el Führer piensa por nosotros), la casera se dedicaba a los quehaceres domésticos.

Se lo creía todo. Incluso los cuentos sobre mi vida. Que no contenían ni una palabra sobre España, los campos y el consulado.

«Es geht alles vorüber» (todo pasa), cantaba la radio. En cuanto terminara la guerra todo iría mejor con los comestibles, ¿no?

—Sin duda, Frau...

En el rincón más alejado del territorio de la fábrica, junto al Spree, me encontré por sorpresa en el almacén de aislantes de porcelana a un serbio que conocía de Gurs y Vernet, comunista y brigadista internacional. De entrada el encuentro no nos alegró, incluso nos espantamos. Ya bastante raro, nuevo, confuso era todo. No sabíamos cómo actuar. Después empezamos a hablar con cautela. ¿La situación general? Así así...

El camarada me avisó de que allí no era serbio, sino croata: de esa forma sería más fácil llegar a casa. Él también llevaba otro apellido.

Me explicó que yendo a Berlín había visto en su tren a unos rusos de Vernet. ¿Quiénes podían ser?

Sabía dónde vivían los españoles de Gurs. Dijo que me llevaría a verlos.

Le pregunté con precaución por los alemanes de la fábrica. ¿Quién es de los nuestros? ¿Dónde está el partido? El camarada se calló. Todavía no había conseguido sacar nada en claro. Él lo que quería era irse a casa.

[...]

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1 Les Tourelles: cárcel de traslado en París.

2 Feinmechaniker: mecánico de precisión.

3 Schupo, Schutzpolizei: policía uniformado.

4 Hitlerjugend: organización nazi militarizada para jóvenes.

5 Maldición, maldita sea.

6 ¡En nombre de Dios!

7 La Ostmarkstraße apareció en 1924 a raíz de la formación de una población de trabajadores ferroviarios que habían tenido que abandonar la Ostmark, la «Frontera del este», un territorio que había pasado a Polonia siguiendo el Tratado de Versalles de 1919.

8 La Embajada de la URSS se encontraba en Unter den Linden, 63.

9 El Consulado de la URSS se encontraba en la Kurfürstenstraße, 134.

10 El pacto de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética, conocido como el Pacto Mólotov-Ribbentrop, se firmó el 23 de agosto de 1939.

11 Kolia, Zina y Liusia son diminutivos cariñosos de los nombres Nikolái, Zinaída y Liudmila.

12 Novela satírica de Gabriel Chevallier, escrita en 1934.

13 Periódico, órgano impreso del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.