En nuestro Barrio Latino

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Tras recibir en 1934 el título de ingeniero agrónomo en el Instituto Agronómico de Toulouse y de servir un año en el ejército letón, Alekséi Kochetkov llega a París para continuar su formación en el Instituto Nacional Agronómico. Empieza a trabajar en el laboratorio del famoso bioquímico Gabriel Bertrand y se especializa en enfermedades vegetales. Al mismo tiempo, se une a la lucha social y política. Divulga un periódico juvenil de izquierdas, asiste a manifestaciones, se alegra de las victorias del Frente Popular e incluso participa en trifulcas callejeras con ultraderechistas, por lo que la policía llegará a amenazarle con su expulsión del país. Sus memorias describen con viveza la vida estudiantil con su tradición de libertad, multitud de elementos cotidianos de la época, así como los ambientes de la comunidad rusa emigrada.

En nuestro Barrio Latino

Primera parte de la novela autobiográfica Vuelvo a ti

Traducción del ruso de Arnau Barios Gené

Redacción: Rosana Murias Carracedo

Notas al pie de Vladímir Kochetkov

© 2019-20 T&V Media

Jacqueline

En nuestro Agro (el Instituto Nacional Agronómico), los arranques de chahut[1] son más que discretos. Tan solo en contadas ocasiones retumban en el aula magistral exclamaciones alegres, unánimes:

—¡Bravo, profesor!

—¡Genial deducción!

—¡Esto le honra!

Nos pasamos cerca de un minuto gritando extasiados, pataleando, dando golpes en esas mesas dispuestas hacia abajo, en forma de anfiteatro. Porque hacer ruido es nuestro derecho académico tradicional, nuestro derecho irrevocable como estudiantes. ¡Porque es estupendo! Porque así se recuerdan mejor las cosas. Porque somos jóvenes.

Detrás de las ventanas, de esas ventanas que el tiempo ha desgastado hasta darles un brillo plomizo, está la tranquila rue Claude-Bernard. Los confines del Barrio Latino.

Normalmente el profesor, que ha redondeado el final de la frase con esa elocuencia típica de los franceses, nos llama al orden. Sonríe, alza los brazos en broma: «Me rindo». El ruido, que ha empezado de un modo tan inesperado, ahora afloja. Siguen adelante las clases que para nosotros, auxiliares del laboratorio de fitopatología, son obligatorias. Yo, mientras tanto, busco con la mirada a Jacqueline.

Sí, nuestros chahuts son discretos a más no poder. Cualquiera os lo dirá. Los adeptos a las antiguas tradiciones estudiantiles dirán que con algo así solo podrían conformarse esos brutos patanes de los agrónomos. La mitad es gente de provincias y hay muchos métèques[2]. Un día están en París, al otro en sus huertecillos cerca de Versalles. ¡Sus ocurrencias no valen un sou[3]! Les queda mucho para llegar a ser como los estudiantes de la Sorbona. Todo el mundo sabe cómo van vestidos los estudiantes de medicina en su baile anual. Tan solo los profesores, y aun únicamente los más viejos, llevan togas romanas. El resto va como su madre los trajo al mundo.

Sí... Los estudiantes se lo pasan bien de verdad solo en las facultades de la Sorbona. Allí se observan las auténticas tradiciones incluso ahora, en estos tiempos tan agitados.

Los de derecho, por ejemplo. Para ellos cada clase es una cuestión de interés global. Una excusa perfecta para alborotar, discutir, montar un verdadero chahut parisino.

—¿Habéis oído lo que acaba de soltar?

—¡Es indignante, una vergüenza!

—¿Pues qué? ¿Lo enterramos?

—¡Sí, sí! ¡Ahora mismo! ¡Ha muerto para nosotros!

Se fija un día para el «entierro» del profesor caído en desgracia. Se pegan por las paredes unos «obituarios» caseros que contienen refinados improperios. Se pronuncia un «anatema» contra el nombre del repudiado. Esto se hace en el «funeral» que concluye el «entierro». Tras una serie de discursos cómicos, a veces realmente ingeniosos, los «trabajos» y el «féretro» del difunto vuelan directos al Sena.

Intentad abriros paso en un día de «entierro» por el borde de la acera, a través de ese muro de jóvenes de tantos colores y de tantas lenguas. «Pardon! ¿Me permite?» Por el bulevar Saint-Michel, el Boul’mich, como solemos llamarlo, hasta la primera fila, donde, por supuesto, están los estudiantes de medicina. Melenudos, soltando acompasadamente humo de sus largas pipas. Su cafetería está aquí al lado. Se recuestan majestuosos sobre sus amigas que, a su vez, se les arriman, perfumadas y vestidas de veintiún botones. Pero veamos cómo terminan de armar su chahut los estudiantes de derecho.

Por la Plaza del Panteón hacia el Boul’mich viene el grupo disfrazado que encabeza el cortejo. Al lado de un «agent»[4] parisino, con su manteleta y su porra blanca de goma debajo, va el brillante «majordome» que lleva un sombrero de tres picos y un imponente alfiler blanco. Le sigue el «prelado» soltando blasfemias mientras va leyendo su «devocionario», un gordo listín telefónico.

En cojines púrpura de raso llevan las «condecoraciones» del difunto: partes pudendas de hombre y mujer talladas en zanahoria y remolacha. Después del «féretro», compuesto con no menos guasa, viene el caballo de batalla del «fallecido»: algún minúsculo caballito de juguete tirado por una gruesa amarra untada con brea.

Y ya llega el chahut, un baile estrambótico y provocativo. Bailan las «plañideras», chicas provenientes de cierto tipo de local, más desnudas que vestidas. Las han contratado para el cortejo fúnebre y se esfuerzan en llamar la atención: imitan a sus compañeras de oficio, a las sacerdotisas del amor de la alta Edad Media.

Detrás de los músicos, que tocan con ganas y visten a cual peor, va la masa de estudiantes gritando.

… Parece que Jacqueline hoy no ha venido a clase…

No hay por qué seguir el cortejo por el Boul’mich hacia la orilla del Sena, por el lado del célebre café estudiantil Dupont. Por el lado del café y de las calles llenas de ruidos, canciones y olores durante el día, las calles de los barrios pobres. Donde por la noche, en cualquier rincón y casi en cualquier portal, a un hombre puede pararlo una señorita de tacones altos y sonoros, vestida con una blusa o una chaquetita de colores chillones y una falda corta con abertura lateral que le ciñe los muslos.

—Tu montes, mon coco[5]?

No hay por qué seguir el cortejo hacia el Sena, donde termina el «entierro» burlesco. Al fin y al cabo, es cosa de los estudiantes de derecho.

Pero sí merece la pena contemplar el espectáculo.

…No, está claro que hoy Jacqueline no viene a clase…

Especialmente cuando llevas muy poco tiempo en París. Cuando lo tuyo ha sido, como suele decirse, llegar y besar el santo. Llegar de unos andurriales del norte. De Letonia-Juronia[6] (¡uy, pero si eso debe de estar ya en el Polo Norte!) que, durante los años de estudio en Toulouse y por culpa del reciente golpe de estado fascista[7], se ha convertido en algo ajeno y hostil. Y cuando después de un año de servicio militar en esa Letonia-Juronia ya habías olvidado que podía existir algo así: hacer el tonto todos juntos, sin preocuparnos, y llamar la atención y colapsar la calzada del bulevar sin que pase nada.

¡Todo esto mientras en el mundo pasa lo que pasa!

Cuando estás contentísimo de volver a vivir en Francia (aunque, es verdad, esta vez por muy poco tiempo), de volver a ser libre. Después de los cuarteles, el aburrimiento y la mediocridad de todo lo que viste allí, respiras abriendo la boca y el corazón este aire vivificante de la alegría francesa y del amor por la libertad. Y antes de volver a Moscú, a tu verdadera tierra natal, que siempre has recordado y no cambiarías por nada del mundo, quieres apurar la juventud y sentirte de nuevo estudiante. ¡Pero ya no un estudiante de Toulouse, sino de París! ¡Nada que ver! En nuestra antigua Toulouse, un poco soñolienta, más mercantil que industrial, pero a pesar de todo ciudad universitaria, donde lo que pasa aquí no se lo permitían ni los físicos y matemáticos, vecinos nuestros, una gente de lo más gamberra e impulsiva...

Sí, merece la pena contemplar el cortejo también porque estos inocuos brotes de alegría estudiantil, estas demostraciones de viejas tradiciones académicas, se ven cada vez menos en estos tiempos.

En nuestros tiempos revueltos, inquietantes.

¡Ay, pues no, Jacqueline hoy no vendrá!

«Estamos en vísperas de enfrentamientos decisivos... Tenemos que defender, reforzar y expandir la democracia... popular... El año pasado les dijimos claramente NO», cuando habla de esto Jacqueline siempre se pone seria, lo cual le sienta bien. «Se lo dijimos a los que pensaban que había llegado su momento, como en ese estúpido Reich... ¡Oh! En febrero aquí en París hubo peleas, les dimos una buena lección a los fascistas... No como vosotros allí en Toulouse».

Bueno, no me ofendo. Estoy, como todos, inquieto. Sobre todo después de lo que vi, primero en los cuarteles de Letonia, después de paso por Berlín: los éxitos del chovinismo más bobo, la persecución de los disidentes, el repicar de las armas.

El Barrio Latino hormiguea alterado. Hay multitud de motivos para alarmarse. El país sufre un gran declive económico, paro, corrupción. Y allí: la Wehrmacht revanchista, la dictadura de un solo partido. ¡Libros en las hogueras! ¡Caudillismo! Y todo eso en la frontera con la despreocupada Francia victoriosa.

Aquí cada vez hay más disputas y riñas. En las facultades, en los cafés, en las reuniones.

—¡Pobre Francia! ¡Dónde la han llevado los malditos politicastros!

—¡No somos los únicos contra Hitler!

—Superioridad militar, eso es lo que necesitamos. ¡Unidad!

—¡La línea Maginot[8]! ¡Ja! ¡Más bien la línea imaginaire[9]!

—No, Francia es fuerte por su democracia, su libertad...

—¿La libertad de convocar huelgas?

—Cuando haga falta.

—¡Cuando no haga falta!

—¡El mimado de Hitler, cagoulard[10]!

—¡Agente de Moscú!

…Y vuelan de un manotazo las boinas, aparecen bastones...

* * *

Pero en el laboratorio hace calor y se está tranquilo. Es caliente como un invernadero y tranquilo como una apasionante clase magistral antes de la siguiente récréation.[11]

Solo suena en la mesa de al lado el tintineo de un tubo de ensayo, de un frasco. Como cada mañana desde que estoy aquí, desde octubre del treinta y cinco.

No estoy mucho rato hojeando el cuaderno abultado. Apuntes tomados con prisa, con interrupciones... clases magistrales, clases-hipótesis, situaciones, resultados de experimentos. Fórmulas, fórmulas sin parar. Y vuelvo a pensar en mis cosas.

«La humanidad pierde casi una quinta parte de sus cosechas por culpa de las enfermedades de las plantas de cultivo...», de las clases del profesor Bertrand[12], nuestro jefe. Ahora chirriará la puerta y empezará su ronda matinal. Se quejará otra vez, seguramente, de que no se otorgan recursos suficientes para el desarrollo de investigaciones.

¡Sí, quieras que no, tengo suerte de estudiar mi especialidad en el Nacional! Había soñado con esto tantas veces. Allí en Toulouse, en el último curso del Agro, pero aún más a menudo durante el servicio militar en Letonia-Juronia. Durante alguna guardia, vigilando un polvorín alejado de la fortificación, me quitaba el pesadísimo casco alemán, me sentaba cómodamente en él; cuando me hartaba del fusil inglés[13] (al que llamábamos «Rosenfeld kundze[14]»), lo dejaba apoyado sobre la pared del polvorín subterráneo y... ¡empezaba a soñar con los ojos abiertos! ¡Qué maravilla! El título de ingeniero agrónomo y la especialidad en fitopatología. ¡Impone! ¡Y cuánto espacio para trabajar allí, en mi patria, por el bien de la humanidad y luchando contra el mal!

Aunque mientras tanto el tiempo vuela. Seguro que estoy a punto de recibir una respuesta positiva. Del Consulado Soviético de Riga. Pasan los años. Ya tengo veinticuatro, la verdad. Tengo que resarcirme con más impulso, con más energía, de todo lo que me he perdido en este año desperdiciado jugando a los soldaditos. Con más energía, con más ganas, con toda la pasión: resarcirme, empaparme, absorberlo todo.

Claro está que algo tengo en mi activo. La ponencia sobre agrobiología soviética salió decente («pas mal», «nada mal», fue el veredicto del jefe). Pero todavía estoy lejos de rendir como debe rendir un futuro investigador. Lo sé, lo sé: necesitaría más disciplina en mis facultades mentales, más horas sentado, más conocimientos, prácticas, experiencia

Pero aquí está mi nueva pasión, la política. ¿Qué haré con ella? Hay un rumbo fundamental, un rumbo que lleva al beneficio inmediato de la humanidad. Anulando el capitalismo ya medio descompuesto, liberando a los trabajadores. Y a los burgueses mandándolos a una isla incomunicada, para que trabajen. El rumbo que conduce a la revolución proletaria. Con una huelga general política.

¿Cómo unir todo esto, cómo conciliar el amor por la ciencia y esta pasión, la objetividad científica y la intolerancia política, este odio hacia los enemigos del proletariado, el amor y el odio?

¿Qué pesará más? ¿Qué predominará?... No, ¡al diablo las dudas! Vivo, luego siento. Amo y odio. Se pueden unir el sueño y la lucha. Por eso he entrado en las Juventudes Comunistas. Hace poco fui aceptado en el buró de nuestra sección.

Me pareció que aquí, como en la tranquila Toulouse, la política quedaba fuera del umbral de la universidad. Me lo pareció al principio. Hasta que vi los emblemas de la IJC[15]. Jacqueline llevaba uno, otros compañeros también. Hasta que conocí las opiniones políticas de mi compañero, el segundo auxiliar de laboratorio.

Al principio parecía que detrás de las ventanas de la universidad había lucha, discordia, crisis, huelgas, mientras que aquí dentro, en el Templo de la Ciencia, teníamos nuestro monasterio, nuestra regla, nuestros propios sobresaltos.

Pero de hecho tropezábamos a cada paso con la misma disputa, la misma lucha. Bajo una aparente educada benevolencia se escondía una distante intranquilidad. Un métèque... ¿qué busca aquí? Pobre Francia... feudo de los rojos... han venido de todas partes a montar aquí la revolución...

Nosotros mismos, sin ir más lejos, solo somos dos, pero ya enemigos irreconciliables. Con un monárquico, un reaccionario declarado no es que no tengamos manera de ser amigos, es que no tenemos ni siquiera de qué hablar. Buf, no, qué tipo tan asqueroso... Unos bigotitos finos a la última moda. Su cara arrogante no tiene un solo signo de haber estado al sol. Un auténtico burgués, vaya.

…Solo con los míos estoy a gusto de verdad... La conversación de ese día, cuando nos conocimos... la primera y la última... no giró en torno a la temperatura de los armarios o la composición del agar[16] en las capas de Petri[17] como suele hacerlo últimamente... sino sobre otro tema...

[...]

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1 En francés, alboroto, estruendo con el que los alumnos interrumpían las clases.

2 Apodo peyorativo de los extranjeros.

3 Moneda francesa de 5 céntimos.

4 Agent de police, agente de policía. Se refiere a alguien disfrazado de policía.

5 ¿Subes, cariño?

6 De las palabras «juramento» y «jurar», que describen la posición que los habitantes de Letonia adoptaron hacia el recientemente instaurado régimen autoritario de Kārlis Ulmanis: la mayoría le juró fidelidad, mientras que el resto juró con reniegos contra él.

7 Referencia al golpe de Estado del 15 de mayo de 1934.

8 Sistema de fortificaciones defensivas en la frontera con Alemania.

9 Juego de palabras: «imaginaria».

10 Miembro de la Cagoule, el profascista Comité Secreto de Acción revolucionaria.

11 Pausa entre las clases.

12 Gabriel Bertrand (17 de mayo de 1867-20 de junio de 1962), ilustre bioquímico francés, profesor, académico. De 1905 a 1936 fue profesor en la Facultad de Ciencias de la Sorbona, de 1900 a 1962 fue colaborador científico del Instituto Pasteur.

13 Un fusil «Ross-Enfield» del modelo de 1914.

14 «La señora Rosenfeld».

15 La Internacional Juvenil Comunista (IJC), organización juvenil internacional, sección del Komintern que existió desde 1919 hasta 1943.

16 Sustancia que se obtiene de las algas y que disuelta en agua forma una gelatina compacta.

17 La placa de Petri es un recipiente de laboratorio en forma de cilindro liso y bajo que se cierra con una tapa de la misma forma pero de diámetro algo mayor. La inventó en 1877 el bacteriólogo alemán Julius Richard Petri. Las placas de Petri se usan ampliamente en microbiología para cultivar colonias de microorganismos, cubriéndose el fondo con un medio de cultivo sobre el que se siembran los microorganismos.