Al otro lado de los Pirineos

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Al poco de estallar la Guerra Civil en España, Alekséi Kochetkov parte como voluntario para luchar en el bando republicano. Es ayudante de ametralladora en el frente de Aragón y pasa dos meses en un pequeño monte cerca de Huesca. Allí presenciará la muerte de muchos de sus camaradas de combate. En sus posiciones aparece por sorpresa Glinoyedski, que había sido coronel de artillería en el Ejército Zarista y era ahora consejero militar de artillería en el cuartel general del frente de Aragón. Saca de allí a Alekséi y a su amigo Platón Balkovenko y los traslada a una unidad de artillería de la 27ª división. Más tarde Glinoyedski insiste en que Alekséi se convierta en traductor para los consejeros militares soviéticos. Alekséi siente un enorme respeto y una gran simpatía por Glinoyedski, persona de una nobleza y valor extraordinarios, y le apena profundamente su muerte el 27 de diciembre de 1936. A mediados de marzo de 1938, tras la caída del frente de Aragón, Alekséi se suma a las secciones en retirada de la 31ª división y cruza la frontera francesa a la altura de Bagnères-de-Luchon, desde donde se traslada a París poco después. Pasa en París tan solo tres días y de nuevo regresa a España, esta vez al frente de Cataluña. En agosto de 1938 es enviado a la XIII Brigada Internacional con el rango de capitán. Justo al llegar a su destino resulta herido por el casco de una bomba de aviación. A su salida del hospital militar cruza la frontera francesa a través del pueblo de Le Perthus junto con otros brigadistas que se retiran del frente. El relato está ilustrado con 192 fotografías, de las cuales 70 proceden de archivos, muchas de ellas publicadas ahora por primera vez.

Al otro lado de los Pirineos

Segunda parte de la novela autobiográfica Vuelvo a ti

Traducción del ruso de Arnau Barios Gené

Redacción: Rosana Murias Carracedo

Notas al pie de Vladímir Kochetkov

© 2020 T&V Media

Portbou

La sublevación de militaristas y reaccionarios está viviendo sus últimos días. Ya ha sido sofocada en los mayores centros políticos e industriales del país: en Madrid y Barcelona, en Valencia y en toda Cataluña. En el sur, en Andalucía, y en el norte, en la minera Asturias.

Es verdad que quedan todavía rescoldos en algunos focos aislados, entre los gallegos[1] de la retrógrada Galicia, en el funcionarial Burgos. En Navarra, esa fanática «Vendée española»[2], y en las ciudades de los desiertos de Aragón.

Y quedan rescoldos porque alguien atiza las brasas que estaban a punto de apagarse. Son la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini.

Pero, ¿podrán hacer algo? ¡Se libran las últimas batallas! La República domina en cuatro quintas partes del país. Poco importa que cuatro quintas partes del ejército regular español apoye a los sublevados: a la República la apoya el pueblo. El Frente Popular. El entusiasmo general. Cada día nuevas victorias. ¡Victoria o muerte!

Nos dirigimos apresurados hacia los últimos combates. A las barricadas. Hacia la masa de republicanos, morenos por el sol y de dientes blancos, alegres, orgullosos, valientes. Hacia el país de los héroes de la insurrección obrera de Asturias[3]. De este país nos había hablado la Pasionaria[4]. Así era España en las páginas de nuestros periódicos y revistas.

Así es como la veríamos aparecer enseguida, muy pronto, en cuanto cruzáramos aquel oscuro y frío túnel de la frontera que parecía infinito.

Cruzaríamos el túnel y empezaría todo. Multitudes eufóricas agitando armas conquistadas al enemigo, barricadas, combates…

Llega la luz. ¡Ahí está España! A mano izquierda, en el horizonte, un mar turquesa. El andén de la estación.

Y enseguida… el silencio en cuanto las ruedas del expreso París-Portbou han dejado de machacar los raíles. Silencio y un calor asfixiante. La vida pacífica, sosegada, como un espejismo, de un pueblo pequeño. Un laberinto de estrechas callejuelas, ventanas con las persianas bajadas. Las terrazas abiertas de los cafés, sus parroquianos amodorrados por el calor. Y el suave oleaje de la playa, los cuerpos desnudos de los bañistas. No hay nada en ninguna parte que haga pensar en la guerra.

Únicamente una fila de gente vestida con ropa de calle con brazaletes de distintos colores y rifles a la espalda subiendo por la montaña hacia la frontera indicaba que aquí había pasado algo, que algo había cambiado. Y que en algún lugar se estaban librando las últimas batallas.

El expreso de París que acababa de llegar, ahora medio vacío, no había alterado, por supuesto, la tranquila vida del pueblo.

Ni nos recibió ni nos esperaba nadie. A nosotros, los tres primeros voluntarios[5] repatriacionistas[6], no nos esperaban y no nos recibieron ni aquí, en Portbou, ni allí, en Barcelona. A diferencia de los que fueron después de nosotros. De los que acudieron desde todos los rincones del planeta al grito de la República. De los 40000 voluntarios de la libertad. De todos los que llegaron más tarde.

Nuestra llegada causó incluso asombro en la aduana, donde unos experimentados funcionarios ojearon con relativa rapidez nuestros escasos, más que humildes, bártulos. Nos preguntaron varias veces acerca del objeto de nuestro viaje. Pensaron un poco y, después de pensar, consideraron necesario que nos dirigiéramos al representante local del poder popular, el representante del comité antifascista.

Y ya un catalán moreno, enclenque, con una cara de viejo llena de arrugas y una boina negra de felpa calada en la frente a pesar del calor, con un brazalete negro y rojo[7] en la manga y una pistola Colt en una funda de madera, nos está saludando risueño y con algo de pompa nos aclama como «los proletarios revolucionarios de París». Nos explicó que solo podíamos llegar al frente pasando por Barcelona (pronto saldría un tren para allá) y nos invitó a esperar en el comité mientras tanto.

Nos llevó a través de un laberinto de callejuelas a lo largo de la playa; contemplábamos aquel pueblo desconocido y manteníamos educadamente la conversación. En las paredes había lemas y banderas con todos los colores del arco iris. ¿Qué es eso de la FAI, en mayúsculas, escrito con pintura sobre una pared amarilla? Pues la Federación Anarquista Ibérica. ¿Y eso del POUM? Nos descifraron algo bastante largo, el Partido Obrero de Unificación Marxista (los trotskistas españoles), y por algún motivo criticaron a Esquerra. ¿Qué había hecho de malo? Pero era incómodo tener que preguntarlo todo, no podíamos descubrirles que no teníamos ni idea de todo aquello.

Por eso lo que hacíamos era escuchar y sorprendernos. Resultaba que la sublevación no había sido sofocada todavía y que se hablaba poco de la guerra y mucho más de la revolución: libertaria, social. El objetivo de los anarquistas, crear asociaciones libres de trabajadores (esto lo sabía por mi época en Toulouse), sin imposiciones… sin estado…, este objetivo estaba ahora muy cerca (Zhuravliov apenas lograba contenerse para no discutir)… Y ningún general sublevado ni ningún reaccionario de Esquerra (que son los republicanos catalanes de izquierdas) podrían evitarlo…

Nos dimos cuenta de la estrechez de miras y el localismo del interlocutor mientras sorbíamos un denso y fuerte vino de Málaga, vino al que nos convidaba este primer conocido español nuestro en la sala vacía del comité:

—Hemos ganado en Cataluña. Hemos impedido la sublevación de los reaccionarios, de los príncipes de la iglesia, los militaristas, los propietarios, los capitalistas, y ahora nuestros milicianos luchan en Aragón.

—Sí, pero Irún —esto lo habíamos leído estando todavía en París—, en el norte, ya está rodeada. Significa que Asturias y todo el norte republicano están aislados de Francia, de la Francia popular y amiga. Cosa que empeora la situación.

—Es un éxito pasajero. Por supuesto, el general Mola[8] tiene más aviones y artillería, pero el pueblo no le apoya. Y, además, está aislado del resto de los sublevados, de ese borracho de Queipo de Llano[9]. —Traza un mapa de la Península Ibérica en la mesa, empieza la estrategia de café—: Sus requetés[10] monárquicos no nos llegan ni a la suela del zapato. Además esto es asunto de los propios vascos. Son autónomos, como nosotros.

¡Estrategia de café! ¡Charlas larguísimas en vez de una respuesta activa! Con eso de la autonomía cada uno lleva el agua a su molino. Pero, ¿y si hay que luchar de verdad y durante mucho tiempo? Mira Franco, ha vuelto a avanzar. ¿Entonces qué? Con aquel calor el fuerte y denso vino de Málaga empezaba a hacer su efecto. ¿Entonces qué? Necesitamos unidad, un ejército.

—Nosotros estamos en contra de todos los ejércitos. Somos anarquistas. No se puede confiar en los militares.

¿Qué era eso? ¿Un rasgo característico? ¿La forma española de ser revolucionario? La anarquía es la madre del orden. Me lo sabía desde mi época de Toulouse.

Pero nos quedaba poco tiempo. Ya era la hora del tren. Nuestro «politiquillo de retaguardia», como lo habíamos bautizado, nos instaló en un vagón ruidoso, asfixiante, lleno a rebosar de juventud. Se dirigían todos al frente. Despedidas, saludos, el andén revivió por un momento. Ya nos íbamos. Nos sentamos, nos presentamos, intercambiamos pitillos.

—¡Oh, gauloises[11]! Nada mal. Los nuestros tenemos que liarlos con otro papel. Así, mira.

—¿De dónde venís?

—De París.

—¡Oh!

—Pues yo vengo de detrás de esas montañas. ¡Venceremos! ¡Van a ver lo que es bueno! ¡Los vamos a destrozar!

Cuanto más cerca de Barcelona, más gente había en el tren. Llegamos por fin de noche, una noche negra y sofocante.

Barcelona eufórica

¡Qué contraste con el plácido y abandonado Portbou! ¡Qué euforia, qué entusiasmo!

Vuelvo a estar, como hace poco con Jacqueline[12], en una fiesta popular: emocionante, ruidosa, intensa. No es una toma de la Bastilla, es la toma de cientos de bastillas. Es la celebración de las victorias del Frente Popular. ¡Grandiosas victorias! Sobre los reaccionarios criminales que han blandido su espada contra la República, sobre los holgazanes militaristas. Victorias de la valentía civil, de la ira popular que se había inflamado en esos tórridos días de julio hirvientes de pasiones[13]… «¡A las armas, ciudadanos[14]! ¡A las barricadas!»

Ataques audaces y victorias en Madrid, en Valencia, en Cataluña. Las de aquellos que deseaban una renovación, victorias de la gente sencilla, victorias de las escopetas de caza contra los cañones, de la desesperación contra la arrogancia, de la inteligencia del pueblo, de lo civil…

«¡A las armas, ciudadanos!» ¡Menudo jaleo, menudo alboroto! «¡Victoria o muerte!»

Nos ha tomado y nos arrastra esta corriente alborotada. ¡Hemos encontrado nuestro lugar en ella! Pero todavía no nos enteramos de mucho y, cuando logramos enterarnos de algo, como antes, en Portbou, nos quedamos perplejos. Nosotros tenemos claro nuestro objetivo. Sabemos que hemos venido a defender al pueblo, a la República. Para eso nos han entregado unos fusiles, unas carabinas de caballería cortas, pero no se sabe por qué motivo nos han dejado en Barcelona protegiendo el Hotel Colón. Estamos dispuestos a luchar, aunque lo nuestro sea más bien gritar consignas en nuestros mítines y a que en un pasado no muy lejano sintiéramos un abierto desprecio hacia la profesión militar… «No estoy aquí por mi voluntad, sino porque me obligan a cumplir el servicio militar», dije en la cancillería de la compañía en la Fortaleza de Daugavpils, frustrando así mi carrera militar.[15]

Estamos dispuestos a combatir inmediatamente al enemigo, aunque no hace mucho pensaba dedicar mi vida a la lucha contra las enfermedades vegetales. Parece, sin embargo, que nos hemos quedado atascados en Barcelona y por mucho tiempo.

Nos hemos dejado arrastrar no sabemos adónde, todavía no estamos haciendo lo que deberíamos, e intento tomar perspectiva.

* * *

—Sentémonos aquí mismo —Balkovenko se seca el sudor—, en esta mesa. ¡Uf!

¡Qué calor! Nos sentamos apartados de la densa corriente humana, entre gente que charla animadamente, que zampa con apetito, que chupa refrescos con pajitas (aquí sirven hielo), entre el bullicio, que se calma hacia la hora de comer, de la enorme ciudad alterada. ¡Ciudad feliz, despreocupada y aún eufórica!

Después de una noche sin dormir es agradable estirar las piernas aquí, en este sillón de mimbre.

Hemos dejado las carabinas entre las piernas. ¿Dónde si no? Y hemos colgado las gorras de cuartel, en forma de barquito, sobre la boca del cañón. Hay pocos que vayan sin armas. Camisas de seda de colores, de manga corta y las gorras, verdes, negras, negras y rojas, azules, colgando del cañón de la escopeta. Es cómodo y está de moda. El camarero nos atiende antes. Sirven antes a los guerreros y héroes, a esos vencedores de victorias pasadas y victorias futuras. Las chicas también miran de más buena gana para tu lado.

—Nada fea, ¿verdad? Esa, la morena.

—Te ha mirado con unos ojitos…

—No, toda para ti. Yo tengo a Jacqueline en París.

Cambiamos de turno en nuestra guardia en el Hotel Colón, donde se encuentra el Comité Central del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) y vamos los tres a dar una vuelta en esta mañana fresca y perfumada de verano por paseos endomingados, calles y plazas con banderas ondeando: por los puntos calientes de las escaramuzas del 19 y el 20 de julio. Por lugares memorables.

—Justo aquí, en la esquina de esta callejuela —señalando con el pie, sin cuidado, una barricada hecha de baldosas del pavimento todavía sin desmontar—, estábamos aquí, sacamos las escopetas, y los guardias civiles allí. Les decimos: «¡Viva la República!» —lleva la gorra de lado para que se le vea el pelo repeinado y untado abundantemente con un aceite negro como el betún—. Y… ¡pum! ¡Una descarga! Ellos a correr…

Por los lugares memorables de esas escaramuzas. Y por la umbría, ancha Rambla, que va de la plaza de Cataluña, donde está el Hotel Colón, hasta el puerto y el barrio chino[16], donde día y noche, en oscuros garitos, se jaranea y se bebe. Se bebe, bebe y se busca el amor.

En medio de la corriente de alegres barceloneses, nos pasan al lado camiones pintados con llamamientos y eslóganes, autobuses y coches, los que van al frente, a la victoria, y los acompañantes que los despiden.

Seguimos andando a lo largo de una alfombra incesante de banderas multicolores, paneles y retratos, una alfombra que va del tejado a la acera. Bajo enormes consignas que cruzan la calle, «¡Visca Catalunya!» y «¡Hemos vencido!», entre los gritos y el entusiasmo, entre el ruido de antes de que empiece el calor y la hora de la comida. Es una fiesta como la del 14 de julio en París. No, más viva, más abigarrada, y dura ya desde hace un mes.

Llevamos poco tiempo en la unidad de vigilancia del Comité Central del PSUC. Nos enviaron aquí al segundo día de llegar a Barcelona.

Entonces, por la noche, en la plaza de la estación, nos hicieron subir a todos en camiones, nos pasearon a toda prisa por la ciudad iluminada, girando en los cruces hasta marearnos. Paramos junto a una pared ciega, en el antiguo cuartel de la Guardia Civil, ahora de los anarquistas.

Informaron a los centinelas de que había llegado el destacamento de Portbou. El portalón del cuartel, a pesar de que era tarde, se abrió enseguida y avanzamos en fila india por unos pasillos en penumbra, entre dortoirs[17] que roncaban y resollaban militarmente. Buscamos una habitación que no estuviera ocupada, trajimos del cuarto de al lado unos colchones algo más limpios, nos tumbamos a dormir. Sin muchos remilgos los tres, no, los cuatro[18] juntitos.

Dormimos profundamente. Al mediodía recuperamos fuerzas con un delicioso arroz con aceite y café. Después fuimos a registrarnos a la cancillería, luego Borís se marchó para buscar a alguno de los nuestros, algún comunista.

En la cancillería todo pasó más o menos al estilo de la Sich de Zaporozhia[19] con los que acababan de llegar.

—¿Nombre, apellido?

Respondimos.

—¿Al frente?

—¡Al frente!

—A la columna Durruti[20] —declaró el batka[21]-registrador—, a Zaragoza.

Después de esto cada uno iba a su kurén[22], otra vez al patio o a dormir hasta que llegase la primera ocasión de irse al frente.

Nosotros también habíamos venido a luchar, pero todavía teníamos que encontrarnos con los nuestros. Estas eran las órdenes de París. Y Zhuravliov, que siempre se hacía cargo de nosotros, nos dijo: «Esperadme aquí». Y se fue a la ciudad.

Balkovenko y nuestro nuevo amigo Joro, de Toulouse, decidieron dormir un poco mientras yo absorbía ávidamente las impresiones del primer día.

Había mucho que ver. Un montón de gente en el cuartel. Si alguien se había quedado con sueño, dormía allí mismo, en el patio, a la sombra. Otros paseaban sin nada que hacer. Se reunían en corros: ruido, disputas, risas. Los edificios del cuartel zumbaban. Las ventanas estaban abiertas de par en par. El portal también. Entraban y salían en grupos o solos. A menudo con familiares, todavía más a menudo abrazados a chicas.

¡Y las vestimentas, tan variadas! Los primeros monos. Azules, verdes. Todos los demás que vestían de civil lo hacían como de andar por casa. Como aquí, en el café, pero un poco más discretos. Y los obligados pañuelos de cuello ligeros, de seda, rojos y negros, la señal de que eran anarquistas. Sobre las camisas, las americanas, los vestidos.

Nadie hacía nada, esto también saltaba a la vista. ¡Mal! ¿Acaso aquello era un cuartel, con aquel desorden? Habríamos tenido que pasar la escoba por el espacioso patio interior con su pavimento de adoquines, que para nada brillaba de limpio. ¿Y las cantinas cubiertas de azulejos en la planta baja? Estaban simple y llanamente sucias. Apestaban, había moscas... Vaya si habría gritado Rudzītis, nuestro suboficial de reenganche de Daugavpils... La gente deambulaba sin nada que hacer, la mayoría seguramente no sabía siquiera cómo utilizar un fusil.

Necesitábamos entrenamiento, organización, disciplina. En el sur, mientras nosotros no dábamos palo al agua, la cosa no se había puesto mejor ni mucho menos. Teníamos que duplicar, triplicar las fuerzas de esos jóvenes que se arrojaban a la lucha mediante la instrucción militar, la organización. Pero con eso de momento solamente se podía soñar, y ni siquiera en voz alta. Los batkas anarquistas de Barcelona eran hostiles a los consejos de «militarizar» a sus tropeles liberados. Acabábamos de leer en su periódico: «No hemos luchado tanto tiempo contra el capital y su primer secuaz, el militarismo, para que nos vuelvan a poner las riendas»...

¿Y en qué resultaba aquello?

«Entran camiones vacíos —nos contaron— en el patio del cuartel de Barcelona. Nuestros camaradas montan con prisas, armados con lo que haya por allí. Enarbolan en el primer camión una enorme bandera roja y negra que ondea al viento y la columna conducida por intrépidos chóferes avanza largo tiempo hasta llegar a la zona donde empiezan a explotar los proyectiles y silbar las balas. Aquí los camaradas saltan de sus caballos de acero[23] que, jadeantes, arden de fiebre. Amontonados, disparando para espantar y darse ánimos, trepan y expulsan al enemigo de detrás de un pequeño muro de piedra o echan a un ametrallador instalado en el campanario de una iglesiucha. Son capaces de conseguirlo de un tirón, frente a frente, en ocasiones pagándolo con enormes pérdidas, pero son más las veces en que tienen que retirarse, de regreso a los camiones, despotricando contra todo, corriendo a por refuerzos.»

Ese mismo día encontré a unos alemanes. ¡No me lo esperaba!

Me dirigía a la parte donde había más gente y vi que estaban organizando una sección. Sí, una sección militar de verdad. Con pelotones, a tres filas. Me colé entre unos espectadores que no se puede decir que estuvieran muy entusiasmados... Cascos de color verde oscuro encima de las mochilas... Capotes-tienda[24] españoles enrollados, mantos con capucha sobre los hombros. Hombres altos, imponentes, serios, todos acostumbrados a ocupar su lugar. Y de repente una orden en alemán. ¡Vaya!

—¿De dónde venís, Genossen[25]?

—De la centuria Thälmann —un rubio alto y apuesto me dedicó una amplia sonrisa amistosa.

Una nueva orden. Las filas quedan paralizadas. Al momento se dan media vuelta, todos a la vez; se escuchan suspiros de sorpresa: ¿cómo es posible?

«¡Marchen!»

Otro arrebato de sorpresa, pero ya con admiración: ¡olé, bravo!

—¿Y dónde vais? —iba corriendo detrás de ellos ya pasado el portal.

—Al cuartel... «Carlos Marx» —el rubio marcaba el paso con empeño.

… Ese día Zhuravliov volvió tarde. Cansado, satisfecho y con un montón de noticias.

Ya conocía el cuartel «Carlos Marx». Era de los nuestros, bajo la dirección del PSUC. Le había costado encontrar la plaza de Cataluña y el Hotel Colón, donde estaba el Comité Central. Había estado dando vueltas un par de horas, pero se había salido con la suya. En el departamento militar ya sabían de nosotros. Obtuvo noticias de Glinoyedski, nuestro humilde y reposado director del coro y excelente cocinero en la cantina barata de la Unión para la Repatriación. Estaba ya en el frente[26]: «Quiero demostrar mi lealtad a la patria con hechos», le había dicho a Vasia[27] Kovaliov antes de irse. Combatía en el frente de Aragón, aquí al lado, como consejero de artillería. Era miembro del Consejo Militar del frente de Aragón. ¡Bien por él! A Borís de momento lo dejaban en Barcelona, le propusieron que creara una unidad de artillería y a nosotros nos pusieron como guardias del Comité Central. ¡Qué le íbamos a hacer! Así se separaban los caminos de los repatriacionistas de París.

… Pronto tendremos que volver al Hotel Colón. Llevamos más de una semana esperando a que nos reemplacen, a que pase algo de verdad, el frente, la lucha, más de una semana realizando este agitado servicio. ¡No hay paz ni de día ni de noche! Tarde, al final del día, cuando por fin se calma el zumbido en las secciones y subsecciones y se van los trabajadores del aparato, agotados después de la jornada, cada uno a su sitio (la mayoría duerme allí mismo, en el hotel), Balkovenko y yo montamos guardia en el parapeto. Lo que queda del parapeto hecho de sacos de arena que el sol ha desteñido lo hemos heredado de los rebeldes que se instalaron en el hotel durante los acontecimientos de julio. Muchos de los chavales con quienes ahora vigilamos el Comité Central participaron en el asalto de este peligroso nido de avispas.

De noche no es tan duro, en realidad, estar de centinela. Lo que pasa es que tenemos muchísimo sueño. A veces no esperamos el cambio de turno, nos vamos a la habitación de los guardias, que ocupa el lugar de la antigua conserjería, y echamos a codazos a quien sea.

No hay casi nadie en la plaza de madrugada. Recuerda un poco la Place de l’Étoile[28]. Aquí también hay grandes paseos, calles. Lo que no hay es ningún monumento al Soldado Desconocido bajo el Arco de Triunfo, el Arc de Triomphe. ¿Qué estará haciendo Jacqueline? La plaza se ha dormido. Más allá de la plaza, duerme la ciudad, todavía sin las pesadillas de los bombardeos nocturnos, por mar y aire, todavía no destruida, todavía sin hambre... Y yo invito a los escasos transeúntes a mantenerse a cierta distancia del hotel.

Pero aparece a lo lejos un coche.

Nos cubrimos detrás del parapeto, por si acaso. Ya hemos tenido una mala experiencia. En una de las primeras noches dispararon hacia el hotel una ráfaga de ametralladora desde un coche como este que iba como loco.

De día estamos aún más agitados. De día estamos junto a la entrada del edificio. No, no exigimos permisos de entrada. ¡Nada de permisos! ¡El carné del partido o la credencial del sindicato! Vale. Es suficiente. Adelante.

Y también debemos requisar y guardar las armas de los que entran.

Aquí es donde se complica.

Irrumpe a veces un jefe ataviado con armas, curtido por el viento del frente, acaba de regresar de allí. Te acercas a su subfusil ametrallador.

—Nunca —casi grita el jefe, apresurado.

—¿Me diste el subfusil tú, o qué? —Y ojalá no se ponga ahora a rajar contra las ratas de retaguardia, los enchufados.

Alguno de los nuestros sigue en silencio al indómito hasta la sección adonde se dirige. Tampoco es cuestión de pegarse. Allí discutimos de nuevo. Y la discusión no siempre se inclina a nuestro favor. Porque el arma es el adorno, el orgullo del guerrero, y se consigue con lucha, si no siempre luchando. Y por eso se separan de ella de tan mala gana.

Así vivimos. Cambiamos de turno y nos vamos a pasear por Barcelona. O leemos los periódicos, todos, desde el Mundo Obrero[29] hasta la Hoja del Lunes[30] barcelonesa, lo único que sale los lunes. Esperamos a Zhuravliov o vamos a buscarle a un hotelito cerca de la Rambla, con la esperanza de encontrar allí también a Glinoyedski. Pero a Borís no lo encuentras muy a menudo. Nuestro antiguo secretario del partido de los repatriacionistas está completamente extenuado, consumido. No es tan fácil montar una unidad de artillería. No es tan fácil encontrarse en este torbellino con los amigos de la patria soviética[31] de París.

[...]

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1 En el original ruso se encuentran palabras en español como gallegos, olé, jaleo, gorra, coche, jefe, nunca, enchufados, alpargatas, cantimplora, comida, regulares, abuelo, nuestros, valientes, asesinos, que dotan el texto de un colorido especial. Por desgracia, se ha renunciado a la idea de destacarlas en la traducción para no dificultar la lectura (Nota del traductor.)

2 Alusión a las opiniones monárquicas y religiosas de la población de Navarra.

3 La insurrección empezó la madrugada del 5 de octubre de 1934. Los trabajadores tomaron el poder en la mayor parte del territorio de Asturias durante tres días. Para aplastar la insurrección, el gobierno envió a tres cuerpos del ejército bajo el mando del general López Ochoa, así como a la Legión de Marruecos con el general Juan Yagüe a la cabeza. El 10 de octubre claudicó Gijón, al cabo de tres días lo hizo también Oviedo. En La Felguera las batallas duraron hasta el 18 de octubre.

4 La Pasionaria, Dolores Ibárruri Gómez (9 de diciembre de 1895-12 de noviembre de 1989), fue una activista vasca del movimiento comunista español e internacional, heroína republicana de la Guerra Civil.

5 Borís Zhuravliov, Platón Balkovenko y el autor.

6 Miembros de la Unión para la Repatriación, que había cambiado su nombre poco antes de estallar la guerra en España por el de Unión de Amigos de la Patria Soviética.

7 El negro y el rojo son los colores de los anarquistas.

8 Emilio Mola (9 de junio de 1887-3 de junio de 1937) fue uno de los principales organizadores del complot en contra del gobierno del Frente Popular y dirigió el ejército del norte durante la Guerra Civil.

9 Gonzalo Queipo de Llano (5 de febrero de 1875-9 de marzo de 1951), uno de los organizadores del complot en contra del gobierno del Frente Popular, dirigió el ejército del sur durante la Guerra Civil.

10 Los requetés eran formaciones armadas de monárquicos y carlistas. Llevaban boinas rojas y estaban compuestos sobre todo por habitantes de Navarra. Eran muy religiosos. La Guerra Civil para ellos era una cruzada.

11 Marca francesa de cigarrillos sin filtro.

12 La enamorada del autor, que se había quedado en París. Véase En nuestro Barrio Latino, la primera parte de la novela autobiográfica Vuelvo a ti de Alekséi Kochetkov.

13 Referencia a los tres días que siguieron al golpe de Estado. Las primeras noticias llegaron a Barcelona el 18 de julio de 1936. Enseguida la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) y la UGT (Unión General de Trabajadores) se dirigieron al Gobierno catalán pidiéndole armas para el pueblo. Tras la negativa del Gobierno, algunos miembros de la UGT empezaron a preparar bombas caseras con dinamita que habían encontrado en el puerto. La CNT organizó ataques contra varios almacenes de armas de la ciudad e hizo un llamamiento a la huelga general. A la mañana siguiente las subdivisiones militares abandonaron sus cuarteles y algunos de ellos llegaron hasta la plaza de Cataluña. Los barceloneses, armados con pistolas y fusiles, participaron en sangrientas batallas callejeras contra el ejército regular, que no dudó en usar la artillería contra su propio pueblo. El levantamiento en Barcelona fue sofocado en dos días con enormes costes humanos.

14 Del estribillo del himno nacional francés, «La Marsellesa».

15 En otoño de 1934, el autor comenzó el cumplimiento de un año de servicio militar en la Fortaleza de Daugavpils, que hasta 1920 llevaba el nombre de Dvinsk. Véase En nuestro Barrio Latino.

16 Referencia a la parte sur del barrio de El Raval, que en los años 1920 empezó a llamarse Barrio Chino, con lo que obtenía un aura mística y romántica.

17 Dortoir: dormitorio.

18 El cuarto era Joro, de Toulouse.

19 Nombre del centro militar y administrativo de los cosacos del sur del Dniéper en los siglos XVI-XVIII.

20 Buenaventura Durruti (14 de julio de 1896-20 de noviembre de 1936) fue un famoso activista político y social español, figura clave del movimiento anarquista.

21 Forma coloquial y amistosa de dirigirse a un padre o a un hombre mayor. El autor usa el término para expresar cierta ironía campechana.

22 Subdivisión militar autónoma de un ejército cosaco parecida en número al batallón. También usado con ironía.

23 Referencia a los camiones recubiertos de láminas metálicas.

24 Capotes que se transformaban en pequeñas tiendas de campaña individuales.

25 Camaradas.

26 Glinoyedski llegó por primera vez al frente de Aragón el 13 de agosto de 1936 junto con Mijaíl Koltsov, corresponsal del periódico Pravda. Allí conocieron a Del Barrio y Trueba, jefes de una de las columnas. Al día siguiente por la noche volvieron a Barcelona. Un día después, Glinoyedski aceptó la propuesta de Trueba de convertirse en consejero militar y jefe de artillería de su columna y pronto regresaría al frente de Aragón.

27 «Vasia» es la forma diminutiva y cariñosa del nombre «Vasili».

28 La Place de l’Étoile (plaza de la Estrella) cambió su nombre en 1970 por la Place Charles de Gaulle. Se encuentra en la parte occidental del octavo distrito de París. Doce avenidas parten de ella en forma radial. En su centro está el Arco de Triunfo y, debajo, la tumba del Soldado Desconocido.

29 Mundo Obrero: periódico diario, órgano del Partido Comunista Español.

30 Hoja del Lunes: nombre de una serie de periódicos editados por las asociaciones de prensa provinciales.

31 Los miembros de la Unión de Amigos de la Patria Soviética.